sábado, 29 de diciembre de 2012

Sábado

Un hombre recargado sobre un poste del parque. Una mujer se aproxima por el camino de cemento, el único espacio libre de hojas secas. No importa la época del año, en el suelo las hojas nunca son verdes, pero son alfombra que cruje, son adorno y poema de caída lenta.

El hombre sale al encuentro de la mujer. A unos metros de distancia uno de otro se detienen. Yo estoy lejos, bastante, y no podría saber que cuentan sus miradas. Pero no hay que ser adivino para saber que desde que el mundo es mundo, que cuando se encuentra un hombre y una mujer, todo proviene o termina siendo por amor.

Él mueve sus manos. Ella mira el suelo y a los lados, se cruza de brazos y mueve despacio un pie. Debe haber dos metros de distancia entre ellos. Casualmente escogieron el lugar más abierto del parque para detenerse. Alrededor pasan un par de niños sin prestarles atención. Ellos siguen ahi. Van cinco minutos y él dejó de hablar. Ella lo mira de reojo, con la cabeza agachada. Él la mira de frente con las manos en los bolsillos. Y yo estoy lejos, mirando por la ventana.

¿Qué hacen dos cuerpos jugando a la separación? Dos cuerpos que tal vez se desean. Que quizá ya se conocían. O quizá este encuentro decida si pronto se van a conocer. Pero ahí está el deseo, porque desde que el mundo es mundo, desde que se encuentra un hombre y una mujer, las miradas van y vienen no solo de ojos a ojos sino de ojos a manos; de manos a senos; de senos a cabello. Y de vuelta, de ojos a ojos, para confirmar, para preguntar: "¿Te gustó?"

Puedo guiarme a pensar que él había planeado  mcuho tiempo como encararla. Que no es encuentro casual y que ella se incomodó. La mujer no corrió, se detuvo a escuchar y eso no podría ser mejor señal para él. Entonces él movió sus manos y soltó alguna tonta excusa. Digo excusa porque la distancia de los cuerpos, el movimiento inseguro, las miradas perdidas, indican enojo frustrado, pelea reposada. ¿Qué hacen dos cuerpos que se desean jugando a la separación? La respuesta debe tener algo que ver con eso del amor.

Me aventuro a decir que el viento corre de este a oeste. No conozco mi posición real en la ciudad. Cuando pienso donde estoy sé que estoy en una esquina, en una venta, frente a los árboles. Mi posición en la ciudad, sin ubicación exacta, es la precisa para observar que hay hombres y mujeres que se besan tiernamente. Otros se besan como en batalla sangrienta. Otros se paran a incómoda distancia para hablar. Y de este a oeste, me aventuro y digo, el viento mueve las hojas d elos árboles y trae nubes. Una sombra se posa sobre los incómodos cuerpos distanciados que hablan en la parte más abierta del parque.

Creo que se han dicho mucho ya. Se miran de frente y eso es un gran avance para él. Digo para él porque me inclino a pensar que fue él quien hizo algo mal. Es lo más probable. Cuando se encuentra un hombre y una mujer, bien y mal son decididos por ella; ella dice hasta donde llegar. Él salió a su encuentro y ella le dio lugar. ¿Cómo negamos que en eso del amor ella tiene todas las de ganar?

Ahora él se acerca y sujeta su mano. Su cuerpo quiere avanzar pero lo impide esa fuerza sobrenatural que en el amor dice "ella ha de ganar". Ella lo abraza. Él sonríe. ¿Ese es el final? Ahora caminan tomados de la mano por el sendero sin hojas secas. Desaparecen de mi vista. Y no creo que ese sea el final. Porque en cualquier momento algo más sucede: palabras a destiempo, un engaño, una desilusión. Cualquier cosa puede pasar, combinaciones varias de quién daña a quién. Pero yo cargo esta idea de que, en el amor, ella ha de ganar al final.

Regresa el sol. Se filtra entre las ramas y dibuja círculos de luz en el suelo, sobre las hojas secas que crujen si las pisas. Pasean de la mano otro dos amantes. Este es el lugar perfecto para eso. Y yo vivo justo acá al frente, observo. Así se me va el tiempo.

Hace mucho que no bajo y doy vuelta al parque por el sendero sin hojas caídas. Es que lo conozco mucho de cerca y me falta conocerlo de lejos. Ahora tengo todo el tiempo. Ella no está. Ella me ganó.

Tuvimos el deseo, brotaba en las palabras. Tuvimos los caminos y el sol y las hojas verdes de arriba, las secas de abajo. Tuvimos la distancia y yo salí a su encuentro. Tuve su abrazo, su disculpa y su beso. Tuve los errores y los arrepentimientos. Y aunque ella lloraba, yo salía siempre perdiendo.

Tuvimos mi ventana, el mueble y el deseo. El parque, los perros. Teníamos el extraño juego de la cercanía y el estúpido juego del distanciamiento.

Hasta que se cansó. Soltó las amarras, se fue triste y yo me quedé indiferente en la venta, mirándola caminar por el parque y desaparecer. Traté de engañarme pensando que no hubo perdedor, pero siempre fui yo.

jueves, 27 de diciembre de 2012

El Pueblo es para caminarlo.

Advertencia: El siguiente texto es netamente personal, una descarga, y toca un tema que quizá no le importe en lo más mínimo, señor lector. El único motivo de su publicación es satisfacer el ego del dueño del blog, haciendo visible su problema ante otros como si fuera trascendente. No se arriesgue a leer a menos que esté muy aburrido.

El Pueblo tiene extrañas formas de llamarme. Puede ser un amigo que me timbra a las dos de la madrugada para putearme por no estar allí, en aquella fiesta, con las cervezas que acaba de comprar, con las chicas que acaba de conocer. Puede ser un ebrio que grita y me quita el sueño con su invitación.

El insomnio que me queda luego de colgar me sirve para encender la computadora y tener cerca de los ojos esta otra vida que intento formarme, lejos de lo ya conocido. ¿Cómo encontrar el tiempo para escribir allá donde todo me pide estar fuera de casa? San Carlos, el pueblo, como cualquier otro pequeño pueblo, tiene ese ambiente cómodo que se deja caminar a cualquier hora del día. Y a cualquier hora de la noche sigues igual de confiado en que concoces todo, cada parque, cada calle y callejón. Sabes qué tiendas están abiertas, qué puertas tocar, qué amigos salen a encontrarte al paso. Y sabes con quién no meterte, a menos que estés bien acompañado.

La ciudad tiene sus ventajas. ¿Es el encierro una ventaja? Tal vez. Puedo sentarme acá y leer más de lo que jamás he podido. Me entero de mil realidades distintas. Encuentro respuestas para este inmenso interés en encontrar movimiento. Me refiero a movimiento cultural, a música, pintura, a escritores. Me refiero a tener cerca a gente que tiene intereses parecidos a los míos. Librarme de la idea de un país estático, desinteresado, pobre, tonto, es otra ventaja de la ciudad.

En el pueblo, el licor sirve para olvidarse de que la gente es una mierda y arruina el paisaje. Acá, es un complemento para todo lo que se mueve bajo el escenario de correccionismo político que es la ciudad de mierda. La ciudad de mierda y la ciudad bella-irreverente son una sola que se combina y pelea consigo misma. Nos toma como personajes y yo apenas estoy viendo de qué va la cosa. No quiero moverme de acá hasta encontrar todo, saber todo, participar.

Pero está la melancolía, las ganas de volver. Siento, en alguna parte del cuerpo, que regresar es siempre un pequeño retroceso. No porque me quite las ideas, al contrario, las alimenta. El problema es que al llegar ya no quiero salir. Allá está el cielo gris de diciembre que me pone cómodo. Allá está la seguridad de lo conocido. Allí se encuentra la compañía predilecta.

La ciudad me da soledad útil, productiva, reflexiva, todo, pero soledad al fin y al cabo. No me quejo, pero es soledad, ¿cómo no odiarla y amarla al tiempo?

Allá no podría hacer lo que acá se me da más fácil. ¡Pero fue ese lugar el que me creó y me llenó de esta necesidad! Ella me creó con la obligación de deshacerme de ella para continuar, completarme. ¿Qué mierda pseudo-filosófica estoy diciendo?

El vacío que cómodamente y tranquilamente se mueve dentro de mi no sabe de qué aliemntarse: si de la vida nueva inabarcable o la seguridad conocida-estática. Y vamos, todos sabemos que voy a elegir la "vida nueva inabarcable" por ese sentido bohemio, misterioso, artístico, y demás, que siempre he querido alcanzar para mis días. Bah, es mierda, como todo, pero esta mierda es mía y la soporto. Porque la seguridad me ha parecido mediocre. La obligada juventud que tengo me pide arriesgar y penar y recordar con dolor y ser mártir.

Vuelvo al pueblo, siempre vuelvo, pero no quiero hacerlo, en realidad, por evitar esa ganas de quedarme. San Carlos es el pozo del mundo, uno de los pozos del mundo, donde puedes ver todo lo que es la humanidad. Puedes analizar lo grande en pequeño, es más fácil. Y el cielo, y mi terraza, y mi cuarto conocido, todo te da la temática y las palabras precisas. Y cuando salgo de allá se me olvida todo de nuevo. Estando ahí no puedo escribir, no insista. El Pueblo es para caminarlo.

La ciudad es inmensa, el pueblo no, pero son iguales. Claro, allá no hay "underground", me olvidaba. Y yo quiero eso, me alimento de ello. Pero también trago el aire viciado del pueblo, también consumo su belleza sutil, su polvareda, su "nada que hacer", su aburriemiento. Soy el pueblo, también. Y trato de convertirme en ciudad, en ría, en malecón, en rebeldía de inconforme político, en escritor, en adicto a música guayaca. Trato de ser enlace, ser puente, ser conocedor, ser difundidor. Pero no puedo unir puebllo y ciudad fuera de mi, solo en mi cabeza son dueto perfecto.

Y esta indecisión me resulta tan impropia. La ciudad me mantiene guardado, encerrado, pero conocedor y hace accesible el movimiento. El pueblo es casi libertad. Más que libertad, seguridad de conocer. De haber vivido allí. De compañia. El Pueblo es para caminarlo.

Y esto es solo mierda que quería quitarme de la cabeza.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Viejo común


Hay múltiples opciones para explicar lo que soy, pero solo dos parecen factibles: soy un héroe o valgo verga. Por ahora reniego del término medio que sería algo así como ser un buen tipo que también jode lo suyo; una de cal y dos de arena.

El caso es que he tenido bastante tiempo para reflexionar y encontrarme respuesta pero se complica por aquello del orgullo y de no querer acpetar una definición solo porque contiene términos "feos". Sí, al final tampoco me salvo y lo único que quiero son palabras que me hagan sentir bien. Naturaleza humana.

También habré de echarle la culpa al licor que, aunque ayuda a la auto contemplación, también provoca olvido. Bebida espirituosa que me oculta mis conclusiones, tal cuál aquel lago del infierno griego cuyo nombre tampoco recuerdo. ¡Bah, ni que importaran los nombres! Lo que importa es el trago fuerte, ese que me jodió el cuerpo. El cuerpo y no la vida, como pensarían muchos. Esa, la vida, me la rompí yo solo. La remiendo al paso, como puedo, y hasta este momento en que me pongo a hacer recuento, sigo convencido de que sí, caray, esto es vivir. Aunque no de manera común, por supuesto, más faltaba.

Y digo que la vida, los días, me los jodí yo mismo porque ¿quién lo obliga a uno a decidir? Nadie. No es casualidad tampoco, cuidado. Es causa y consecuencia, lo que hago y lo que me hicieron a cambio. O peor, lo que no hice y lo que no me hicieron a cambio. Usted me entienden, tan new age que es ha de saber lo que digo. Sino, lea a Newton que el tipo habla de causa y efecto.

¿A qué quiero llegar con esto? Bueno, a ningún punto exacto, no lo había planeado. Es más una descarga, otro prescindible intento de encontrarme verdades adentro del cuerpo. He pasado por bastantes lugares, pisado bastantes suelos, hablado y bebido con suficientes gentes como para creer que sé algo más y que puedo, por eso, sin ayuda, analizarme. Como objeto. Objeto arrojado al mundo, sin dios ni diablo. También he estado sólo y eso más que otra cosa.

Pero ya va, que voy aflojando mi historia de a poco, y quiero llegar a dejar constancia de varias etapas que me marcaron. Situaciones vanas si uno piensa bien, porque ¿a quién no le han pasado? Pocos, pocos. Ya todo lo que dije aquí es repetido, quién más lo ha dicho, pensado o querido para sí mismo. Pierde valor el arte cuando se copia sin límite. Pierde valor la vida también, deja de sorprender y uno cae en ese humor tonto de pensar que todo es viejo.

Cuando me case me dije: "esto es viejo". Yo había visto tantos matrimonios de amigos y familiares. Tantos hombres contentos y tantos otros desinteresados. Igual mujeres, no hay diferencia de género, yo te lo digo: en la pesadez calamitosa del matrimonio (ese de papeles firmados, anillos dorados, velos e iglesias) hay de todo y para todos.

Cuando me casé no hubo sorpresa, menos cuando me fui porque, sé sincero, lector, antes de que leyeras estas palabras mías, habías escuchado de mujeres abandonadas, ¿no? Pues sí, son millones. Las dejamos porque sí, por muchas razones, pero la definitiva nunca es verdadera. Creo, al menos. Lo digo por mi caso. Que yo me fui diciendo que no la quería, que no quería al niño y que no era mío. Pero que va, yo me fui, pensándolo bien, por otra cosa. Yo no quería ya pegarle, no quería ya que me viera ebrio. Ni ella ni el niño, no, porque les hacía mal. Les hacía mal con mi olor a caña manaba y el cinturón de cuero de vaca, dos patas finas que dejan marcas hasta en el alma.

Sabía que los lastimaba, que no los apreciaba, y me fui sin despedirme. Seguro no querían un beso. Tampoco yo esperaba una fiesta de adiós. Seré malo, irracional a veces, pero no quiere decir que no sepa lo que hago. Es más, apuesto lo que quieran a que todos, todo el tiempo, sabemos lo que hacemos. Echar la culpa a otro, a algo, es no tener huevos. Yo los tengo, aunque lo dude usted, y por eso me fui. Porque tengo huevos para decidir que prefiero estar solo antes que forzar a los demás a aguantarme.

De allí el dilema, entonces, de pensar que tal vez soy un héroe. Porque los salvé, a la mujer y al niño, de mí. Claro, que también está el otro lado, es decir, que no soy nada y por la misma razón, por dejarlos. En fin, porque soy la causa y también la consecuencia del malestar de esos dos. Pero, ¿ausentarme de su vida no me reivindica en algo? ¡Bah!, qué sabrá usted, señor, que seguramente está sentado en el sofá de la sala y su esposa en la cocina terminando de hacer el tallarín, y su hijo por ahí jugando en la computadora. Usted vive bien, quizá, y por esa misma razón, ¿qué sabe usted, señor?

Yo los tengo lejos, a la mujer y a mi hijo, a propósito, porque ni yo confío en mí, y eso que he cambiado. De vez en cuando me informo por terceros cómo va la cosa con ellos. El chico tiene 10 años, es flaco y medio torpe, me dicen, pero va bien y se desenvuelve en la calle. El barrio es malo pero tiene amigos, de los malos, de esos que sirven en verdad si uno quiere sobrevivir en aquellos lares. La mujer, ella está bien. Si se me ha ocurrido alguna vez que quiero que mi hijo sea un buen hombre, pues mire, en las manos de ella misma lo pusiera, porque esa mujer es santa. Sí, es santa, por eso mismo me aguantó.

Cuando me fui de casa estuve vagando por la ciudad hasta que me cansé. Un día, ebrio como de costumbre, luego de pelearme con un tipo en una cantina y medio matarlo, tomé una buena decisión: largarme de Guayaquil. En el terminal terrestre, sin más que dos dólares en el bolsillo, pregunté de ventanilla en ventanilla el valor de los pasajes. En uno me dijeron dolar y medio, ahí mismo compré. Llegué a un pueblo chico de la misma provincia, luego de una hora y pico. No tenía donde dormir ni que comer, pero eso era lo de menos. No porque no me importara o fuera positivo acerca de mi porvenir. Era lo de menos porque seguía ebrio.

Caminé varias cuadras y salí a una carretera ancha. Recuerdo que ya no había gente por ningún lado cuando llegué hasta un bosque mediano, frente a un parque, al borde de la misma carretera. Me metí entre los árboles dando tumbos y lleno de sueño. Me tiré por allí y dormí quién sabe cuánto tiempo.

Al menos la ropa, aunque sucia, estaba decente. Al menos mi rostro inspiraba confianza y era, sin ánimo de alabarme, simpático. Sobrio (y hasta medio ebrio) aún era buen tipo. Entonces me aproveché de eso, de las actitudes que de todos mis conocidos, unos más buenos que otros, había aprendido. Me fingí distinto, me fingí desgraciado y conseguí apoyo de la cajera del banco para sacar el poco dinero que aún guardaba. De paso me metí a la cama de la cajera esa noche. Un guiño aquí, otro allá, cosas que hacemos todos cuando tenemos ganas de coger. Ella me ayudó a encontrar departamento en aquel pueblito, también.

¿Por qué me quedé? Porque sí. Porque no tenía nada más. San Carlos se llamaba el pequeño infierno aquel, donde todos se conocían entre sí, todos se saludaban con sonrisas de frente y donde todos se puteaban a las espaldas. Me recordaba a mi barrio pero más grande, menos peligroso. La gente es igual en todos lados, lector, lo crea o no. Yo se lo aseguro. Hay estructuras que guían, uno se da cuenta si se fija bien. En un grupo de diez personas, si lo compara con otro grupo de diez, cada uno cumple un papel funcional exactamente igual a un personaje del otro grupo. Yo tengo mis estudios también, no se crea que por alcohólico uno fue menos. Yo era profesor antes. Antes de la bebida, del matrimonio, del hijo.

La gente se repite, como le decía, y pocas cosas son las que cambian, porque sí, sí somos únicos también, para qué mentir. Son los detalles los que marcan la diferencia, todo lo demás es viejo, no sorprende. Bueno, y como la gente se repite, cosa que siempre supe y uso a mi favor, me comporté como debía, como era necesario, y dejé de tomar, y me gané amistades, me conseguí trabajo en una azucarera. De profesor a guardián. Hay que mutar, señor lector, hay que hacer de todo, mientras sirva.

Allá el tiempo se detuvo y el mundo se estiraba y retorcía en un domingo eterno. Un domingo largo con muchas lunas y muchos soles. Una cosa gris que si fuera poeta me habría encantado, quién sabe. Pero uno se acostumbra a eso, a la nada, al vacío del ambiente, a la tranquilidad muerta, a caminar de un extremo a otro del pueblo mirando las mismas cosas, en el mismo sitio, a la misma hora, con el mismo olor, color. Como foto vieja todo. Empieza uno a sentirse como el coronel Aureliano Buendía con esos días que no pasan, con el cuadro de la pared que sigue en el mismo sitio. Pero, qué va! ilusiones nada más, porque el espejo delataba al tiempo. El espejo era como la alarma que detectaba al intruso, a los años que me acechaban.

¿Cómo no he de aceptar que mis mejores épocas fueron esas en las que no tomé? Mejores épocas en el exterior del cuerpo, claro. Adentro uno sufre igual, con licor o sin él, porque uno está para eso, para acordarse todos los días de la mierda que ha pisado, de las piedras que acomodó para que otros se caigan. ¿Le dije que yo siento el peso del mundo sobre mis hombros? Bueno, señor, ríase, claro, se lo permito, hasta yo me río. El caso, y eso queda para otro día porque es largo, es que el mundo está mal y yo ando un poco mejor que el mundo.

Allá en San Carlos no me enamoré pero me acosté, los primeros meses, con todas las cajeras que conocí, todas las maestras, ingenieras, tenderas, madres solteras y casadas. El eterno domingo me supo a sexo salvaje y a sexo tranquilo. Pero no dura para siempre la suerte del extranjero, se corre la voz, se dijo que era mujeriego y por más que mi cara dura lo negó terminé con mala reputación. Para no quedarme tieso, bueno, para eso eran las putitas de la casa más visitada de San Carlos.

A "Los trescientos millones" me iba cada noche con los conocidos del trabajo, solteros y casados, a tomar puro, cerveza y lo que aparezca. Ya tenía a mi favorita ahí dentro luego de haber probado todo el material disponible. Laura se llamaba. Era tan delgada y con cara tan tierna que parecía una chiquilla. Delgadina le decía yo cuando la serruchaba y ella se reía. Me sentía de noventa años a su lado, pero sí que le daba con ganas. A veces no me cobraba y yo le decía que así, con esa actitud, me iba a enamorar. Ambos reíamos amargamente. Ella ocultaba un dejo de esperanza en mí, así sea la más absurda cosa en que pensar. Los cuerpos que se matan de placer entre sí no le ponen amor al sexo, sería pecado y desperdicio, lo sabíamos bien.

En el trabajo de la azucarera y el trabajo que me demandaba sobrevivir las noches de bohemia, en eso se me iba el domingo eterno. Ya para esa época me habían rastreado y encontrado los abuelos de mi hijo. Para no alargar el cuento con peleas bien conocidas e imaginables (todo es viejo, no se olvide, todo es común), los veteranos consiguieron que les pase pensión de alimentos. No me molestó, ¿por qué habría de hacerlo? Eso también me hace héroe o me hace nada: ser fuente de dinero para el chico que nunca veo.

Así me iba perdiendo en esa vida que no eran tan viva sino más bien una muerte de la que no me había enterado. No era vivir sino morirme de a poco, haciendo que me guste y sin quejarme mucho.

Viajé también, varias veces, señor lector. Conocí muchas partes de Ecuador. Vi gente, vi bares. Confirmé lo que le dije antes, que las personas son todas iguales en estructura, en líneas generales. Confirmé que hay otros como yo, así de borrachos, así de incapaces de querer. ¿Por qué voy a mentirle? Me sentí mejor sabiendo que no estoy tan sólo.

Así llegué a este recuento, análisis que me hago muy de vez en cuando y que recién hoy escribo. Sigo en esa indecisión, en la duda eterna de si soy héroe o villano. Hay tantos contextos donde soy o lo uno o lo otro. Y hay tantas otras opciones para lo que puedo ser pero que me niego a ver. Es que, ya ve, señor lector, también, igual que todos, yo busco sentirme bien con lo que pienso de mí mismo. Por eso tardo tanto en decidirme y re definirme. Es que, casi siempre, termino sabiendo que valgo verga, que no soy héroe ni soy nada, sino común y viejo, y errado y solitario e insensible.

Y mire que son palabras "feas" de esas que, siendo conscientes. a uno nunca le gustarían. Y como no me gustan, bueno, no las agarro para mí. Me hago el loco, me desentiendo y pretendo, de una manera u otra, pensarme un Bukowski, un bohemio, un algo que resalte. Pretendo, señor lector, ser digno al menos de yo mismo vivir conmigo.