viernes, 31 de agosto de 2012

Monólogo

Algo que empiezo a asimilar, como si fuera una noticia original y completamente nueva, es que las ciudades nunca dejan de crecer y cambiar. Mientras la metro avanzaba yo miraba por la ventana pendiente de cada alteración en el panorama limitado que me ofrecía el cuadrado de bordes negros que es la ventana sucia del autobús. 

El libro que tenía en las manos podía esperar, ya lo había leído otras veces. Poesía a lo Bukowski, la única poesía que hemos aprendido a hacer los aspirantes a escritores de estos días, de esta generación. La única poesía que parece encajar con esta falta de verdadera vida. Lo que nos inventamos para sentir algo, sentirnos distintos. Pero aún sabiéndonos medio engañados, lo leemos. No está mal.

Si comparo las calles por las que me mueve el transporte público con las letras que se cuelgan de mis ojos, noto que Guayaquil se impregna en los dedos de cualquiera que torne el papel en confidente. Esta desazón de paredes grises, visibles a través de una marea de autos multicolor con sus pitos, sus tubos de escape vomitando carbón, su sol de medio día, recalentandor de huevos.

No sudo en mi asiento. De alguna manera estoy increíblemente fresco. Salir de casa y distraer la mente, después de todo, si era la solución. Aunque sea temporal, claro está.

Esta mañana me había levantando pensando en ella y, cuál película cursi de domingo, me pregunté el sentido del amor que le profesaba. Me pregunté, sobre todo, si no me bastaba con el sexo. Qué tan grande era la necesidad, no de su cuerpo sino de su voz. Pude llegar a un temporal empate entre ambos. ¿No vendría a ser ese 1-1 la mejor interpretación que podríamos darle, de una vez por todas, a la tan usada y nefasta palabra?

Hace días que no la veo. Días en que no hemos hablado más que de las trivialidades propias de la rutina. Un mensaje de texto, un mail. La presencia cibernética del ser amado pasa a cumplir funciones de consuelo en la mente del ilusionado. La tecnología, después de todo, no hace sino cagarla, porque si no se me apareciera online cada dos por tres ya la habría olvidado. "Amor en los tiempos del internet" es una novela que García Márquez nunca escribirá.

Le dije a mi almohada esta mañana que sólo saldría por una rápida diligencia. Me creyó. No pensaba dejarla pero, como creía Nitszche, el cuerpo encuentra sus propios remedios cuando está en mal momento.

Salir a la calle para encontrarte estas veredas enormes, mareas de gente, ruidos y olores. Salir para caminar y coger el aire nunca puro que termine por matar las neuronas que se encargan de manejar los pensamientos que te contaminan el ánimo.

Esa era la intención original, ahora la entiendo: asesinar el lado complicado de mis pensamientos matinales.

En la estación de "Terminal Terrestre" de la Metrovía, tomé el bus. Conseguí asiento junto a la ventana y me quedé, una hora o más, hasta llegar a la última parada. Desde allí, cogí el bus de regreso para gastar otra hora de un día destinado a ser nada.

La ciudad se ofrenda, maravillosa, ante estos transeúntes distraídos que somos. La única queja posible en contra de su belleza, sería esa manía de hacer que me surjan ideas para luego desvanecerlas con un cartel más interesante, un graffiti, una mujer con jeans apretados. Ay, las mujeres! Sabines lo explica mejor que yo.

La eterna remodelación. El cambio constante es significado de avance en el tiempo. (Me rehúso a utilizar la palabra progreso). Yo he estado clavado en este cariño por ya un par de años, y aunque me mantengo fiel a la causa, me pregunto, ¿de qué nos estamos perdiendo? ¿somos necios? Encima, para mi coraje mayor, mi preocupación es ella: ¿la estoy deteniendo?

Inicié el proceso de apropiación del espacio como método curativo para mis malestares mentales. Ha servido bien. Sin embargo no he llegado a la solución definitiva de si merezco un cambio de una vez por todas. Como la ciudad. Como su eterna reconstrucción.

Me dediqué a caminar unas cuántas cuadras hasta llegar de vuelta a casa. En varias ocasiones vi parejas abrazadas, besos ardientes, dedos entrelazados. En todas esas ocasiones quise imaginar que era ella la mujer a la que le agarraban una nalga y que, sonriente, ponía sus labios en acción. Patéticamente, pensar en que ella me engaña sería la manera más fácil de dejarla. Cobardemente, me aparentaría víctima de las circunstancias y dejaría de preocuparme por esos pequeños detalles: vernos, estar juntos, la manera de seducirla, la manera de no enojarla, hablar poco sobre lo que nos diferencia, lo que nos marca.

Libre ya de aquello (libertad entre comillas) tomaría por sorpresa a las otras sonrisas que me esperan. Yo me lleno de preguntas: ¿Es el impulso de macho dominante, conquistador, mujeriego, el motorcillo irracional de mi autodestrucción sentimental?

Hasta qué punto somos capaces de llegar, envueltos en este círculo vicioso de peleas y reconciliaciones, si las distancias que provocan las riñas son cada vez mayores y los tiempos aumentan imprudentemente. Yo voy a ser franco: el querer me nace de la cercanía. Pero no es un concepto definitivo, lo demuestro porque a pesar de los días sigo queriéndola conmigo. ¿Será eso o sólo calentura?

Llego a casa y me recuesto otra vez. Allí fuera se quedó la ciudad que todos los días me pierdo de mirar. Allá afuera se quedaron las mejores ideas que no alcancé a anotar. Ojalá sirvan como piezas importantes, prendidas en el aire hasta que otro las agarre al vuelo. Que las incluya en un poema a lo Bukowski. Que alguien lea el poema mientras viaja en la metro durante dos horas.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Pequeños relatos anónimos.

- Aquí. -me dijo, y hacía un círculo encerrando su tórax y abdomen- Sientes que siempre tienes aquí un algo que se hace más pequeño, dependiendo de los días, o más grande, con casi todas las noches. Dosis diarias de situaciones peculiares mantienen esa sensación en un eterno vaivén, llenándote de desazón los pensamientos. Pero nunca desaparece. He intentado varias cosas pero nada. Nunca desaparece. Hoy, sin más, un día tan normal, mirame, me da por llorar.
 
Entonces llamaron a su teléfono y salió del local para contestar. Regresó corriendo, dijo que tenía que irse y me regaló su ticket que estaba mucho más próximo al turno siguiente. Le di las gracias y le ofrecí la mano como despedida. Ella me regaló un beso en la mejilla.
 
Había sido un día tan común hasta entonces... en realidad, todos mis días habían sido comunes hasta entonces.
 
Sólo fui al banco para desbloquear mi tarjeta de cajero. Me senté a esperar y ella estaba ahí, con los ojos rojos y mordiendo su labio inferior, la mirada perdida en la alfombra. Me encontré desarmado ante ese gesto. En un tono amigable le pregunté, "¿qué sucede?". Ella no cambió el rostro, pero en un tono suave contestó "es que, nunca me siento bien".
 
En ese instante algo chocó directo contra mi cerebro. En lugar de "no" dijo "nunca".
Con curiosisad y sin comprender, atiné a preguntarle "¿te duele algo?".
 
Dibujó ese círculo señalando su pecho y su estómago mientras me veía a los ojos.
Dijo todas esa palabras y luego sonó su teléfono para cortar la siguiente frase que saldría de su boca.
 
Me resuena todavía su voz y su mirada acongojada.
 
"Pero nunca desaparece. He intentado varias cosas pero nada. Nunca desaparece."
 
Tantos noches en vela. Tantas canciones nuevas y viejas repetidas hasta el cansancio. Tantos libros... y era esto. En la sala de espera de un banco, una morena te puede hacer entender lo que sientes y no sabías describir.
 
Mira qué extraño... hoy, un día tan normal, a causa de un par de palabras me ha dado por llorar.

sábado, 11 de agosto de 2012

Caras vemos...

Hoy, mientras ella limpiaba las perchas yo no podía dejar de verla.
Cuando levantaba sus brazos, esa blusa azul de mangas cortas se recogía apenas unos centímetros sobre su cintura dejando entrever su piel tostada, su estómago plano. La luz que cruzaba a través de la puerta marcaba su figura y su cola empinada alardeaba de perfecta. Yo le daba la razón.
Así me distraje cierto tiempo, contemplando su paciencia para ordenar cada cosa, hasta que llegó la primera clienta del día.

Ha pasado más de un mes desde que abrí esta tienda. De a poco aprendo a falsear mejor la sonrisa, tan necesaria en la ocupación. Los vecinos que conozco hace años, que veía cada día a través de mi ventana, ahora empiezan a conocerme.
Mucho no ha cambiado su actitud cuando encuentran mi mirada directo en sus ojos mientras guardan cada producto dento de las cestas que a Dolores se le ocurrió ofrecer como facilidad de transporte hasta la caja registradora. Bajan la vista, me dan la espalda y caminan a otro lado. Cuando llegan a mí sacan su dinero y me sonríen. No se dan cuenta pero son excelentes maestros del disfraz.

También yo sé disfrazarme. O más bien, sé esconderme entre la gente para vigilar a mi empleada.
Lleva un mes trabajando y viviendo aquí, en el segundo piso de la tienda. El cuarto estaba sin uso y ella dijo que lo necesitaba, no me importó dárselo y así podría controlar mejor sus pasos. Por alguna razón se lo cedí sin consutarlo con mi mitad desconfiada, olvidando que ella me seguía y pensando que era suficiente con que yo la siga también. Y sí, salgo por las noches, cerveza nacional en mano y mis cigarrillos importados, tratando de conocer algo más de ella, alguna cosa que ella sea incapaz de decirme en las casuales conversaciones que sostenemos en horario de trabajo.

Parece que actualmente sólo va a las calles a visitar a sus amigas. Me resulta increíble que un chulo no se le acerque y la obligue a aceptar las propuestas de esos tipos que parecen clientes frecuentes. Pero no, ella se queda allí un rato, hablando, viendo, escuchando las cochinadas que le dicen los hombres al pasar. Dolores no me sorprende pero me causa curiosidad y mucha más curiosidad me inspira su interés en mí. La he encontrado un par de veces intentando revisar este diario pero sabe disimular bien cuando llego por detrás intentando asustarla. Revisa su teléfono, me tira una sonrisa coqueta y se va.

En estas hojas no hay otro peligro más que saber la verdad de la muerte de los chinos, pero eso también es cuento viejo ya, expiró el mismo día que la comida para reptiles que el mafioso dejó aquí botada. Pero tengo más diarios y quizá eso es lo que está buscando.

Tal vez ella sabe algo que no recuerdo que escribí. Quizá la envía alguien que me mira escribir. Podría ser que los policías que pasan por acá a cada rato no me busquen por lo de los chinos, no. Pueda ser que me miren a ver si cargo este cuaderno conmigo, a ver si escribo una carta para alguien, a ver si les cuento a todos lo que yo sé de ellos.

Seguramente la enviaron a vigilarme de cerca, los muy puercos azules! Lo que quieren es engañarme, encerrarme por el más mínimo error que yo cometa. Con cualquier excusa me pueden acusar de terrorista así como a esos socialistas que acaban de agarrar sólo por tener libros que hablan de la izquierda, de comunismo, de anarquía.

Yo sé lo que pasa acá y quieren callarme. Dolores es su títere para agarrarme. La muy puta, la muy rica.
¿Pero a quién le digo qué los policias mataron a esos muchahcos y que yo los ví?
¿Quién me va a creer si me dijeron loco?