jueves, 1 de noviembre de 2012

Maite, soy Ramón

Lo que le daba miedo era cruzar la calle. Sería exagerado llamarle fobia y aún más exagerado sería decir que a causa del miedo nunca cruzó de una acera a otra. Pero casi.

Durante uno de los tantos cafés que tomamos juntos, las tardes de todos los miércoles, en el local que queda en la avenida, cruzando la calle, me dijo algo curioso. Hablando de alegrías, de arrepentimientos, de cosas pasajeras, de todo un poco, me soltó como avergonzada: "Desearía nunca tener que pisar el asfalto. Esos pocos segundos siempre resultan interminables. Caminar sola, aún aquí, tan cerca, es un suplicio. Por eso salgo poco y me aburro."

Al principio de conocernos, por supuesto, yo ignoraba su temor. Pero no tardé en enterarme. El segundo miércoles, luego del café y la charla, nos dispusimos a caminar hasta su puerta. Me guió una cuadra más lejos, hasta la esquina, para estar al resguardo del paso peatonal. Mientras esperábamos que el semáforo cambie la luz, ella tomó mi mano. Aunque en su rostro no se notaba, sujetar su mano fría y húmeda me ponía sobre aviso de que algo sucedía. Cambió la luz y sentí como ella tiraba de mí hacia delante, sus pies se movían rápido y me apretaba con fuerza. Al llegar al otro lado me soltó y me clavó la vista.

- ¿Pasa algo? -le pregunté-
- Había olvidado contarte que temo cruzar la calle.
- ¿En serio? Igual que mis primos pequeños.
- No es una broma, Ramón. Me da miedo.
- Está bien, tranquila. Alguna cosa debió haberte sucedido antes.
- Que yo recuerde, no...
- ¿Entonces?
- No sé. Pero así me aguanto, espero que tu también.

Su tono de voz fue dulce y enseguida me tendió la mano pero esta vez delicadamente. Todo el trayecto restante lo hicimos en una sola acera, yo al borde, ella pegada a los muros de las casas. Hoy que lo recuerdo noto detalles que son quizá insignificantes, pero mi mente los pone uno contra otro como verdades desperdiciadas: ella veía con preocupación a los "locos", los "aventureros", los "suicidas" que se lanzaban a caminar en la mitad de la vía cuando ningún auto cruzaba. ¿Qué les pasa? ¡Corran! Seguramente, algo así pensaba Maite mientras los mortales caminaban a paso lento sobre las líneas pintadas en el cemento.

Maite, Maite...

Ahora que ya no te asustas, que no puedes, vengo a enamorarme de tu miedo. No de ti, Maite, no de tu mano sudorosa, sino de tus ojos que ansiaban la otra orilla como náufrago desahuciado. No de ti, sino de la única pasión pura que encerraba tu cuerpo: llegar al otro lado.
 
¿Y yo? ¿Qué era yo? ¿Un bastón cómodo y seguro?

Ahora sé que no era a mí a quién sujetabas, sino a un bastón cómodo y seguro; sujetabas la boya que te lanzaron desde la orilla, náufraga.

Muchos miércoles pasaron. Mitad de semana llena de besos y libros; café, chocolate, té; bombones, pasteles, galletas; silencio, miradas, dedos, manos; semáforos, calles, terror... suspiros.

Maite, ¿cómo fue que no llegué a quererte como te quiero hoy?

Muchos miércoles pasaron. Mitad de semana con reclamos, groserías, palabras innecesarias, silencios largos.

Maite, ¡cómo me arrepiento!

Me atormento pensando en como pude decir haberme negado a tu invitación y evitar... No quería escuchar disculpas simples, argumentos tontos. Pero fui a tomar café y te encontré cabizbaja. Luego del discurso ensayado, a la mierda. Final premeditado. Dolor oculto. Sonrisa triste. No va más.

Acompáñame a casa, dijiste. Llévate los regalos, me pediste. Me atormento pensando en que pude decir que no, Maite.

Pero te agarré de la mano, no te dejé avanzar hasta la esquina, al paso peatonal, al semáforo. Te apreté los dedos, tiré de ti y nos sambullimos en carretero abierto. Tú me apretaste de vuelta, no podías hablar, temblabas, Maite.

Ese fue el momento ingrato, el momento maldito, Maite. Ese es el momento, epicentro de mi dolorido recuerdo. Tus ojos, Maite, tus ojos llorosos...

En mitad del asfalto, sobre las líneas pintadas, te dejé, te solté. A nada te sujetabas, Maite, en medio de tu terror, tu pánico, tu mar abierto. Nada había, Maite, y paseabas tu mirada por todos lados, de tu mano hacia al frente y te sentiste desamparada.

Yo caminaba lento y llegué al otro lado, contando los autos que esquivaba, los pitos como puteadas. Te miré y te dije: camina, Maite, vamos.

Pero no te moviste, Maite, y vi en tus ojos que no lo ibas a hacer nunca. Vi en tus ojos llorosos la inmensa desgracia de saberse terriblemente solo en medio del miedo.

¡Qué inmenso fue mi gozo! Inmenso como mi arrepentimiento de hoy.

Pisé la otra acera y vi para atrás. Me miraste inmóvil, náufraga rendida. Yo te di la espalda y seguí de largo.

Luego, Maite, el ruido del parabrisas.

Luego, Maite, mi sorpresa bien disimulada.

Luego, Maite, seguí caminando y no volví la vista atrás, hasta estos días en que te echo de menos. Hasta estos días en que cruzo las calles lento a ver si te encuentro un poquito en medio del miedo.