viernes, 18 de enero de 2013

Primer viaje


Coincidir allí, en la estación de buses,

como quién no quiere la cosa,

esperando a tanta gente que jamás llegó,

para un viaje que muchos queríamos.

Llevaba un libro conmigo que nunca abrí,

¿en qué tiempo habría de hacerlo si nos dedicamos a reír?

Lo que hicimos esa vez fue huir: de la rutina, tú. Yo, de personas.

Alejándonos cada vez más del frenesí de la ciudad, el tráfico,

y a los costados del camino, lugares que desconocía.

El sol me duró solo unas horas, mojado de pies a cabeza,

me pesaba en la ropa la arena, y tú, como chiquilla, reías de la travesura.

A la medianoche ya no había ley,
los amantes se arroparon, con los ojos cerrados.

Te escapaste cuando te lo pedí y caminamos otra vez por la misma orilla.

El mar era una superficie de leves arrugas que rugía al cielo,

con luces reflejadas, vibrando al son de la marea.

Veías para allá y te tragaba el mundo, la distancia llamaba, encantadora.

La ciudad se vaciaba de a poco, el aire soplaba en contra,

y recogimos los pasos hasta el balcón.

Allí hablamos, moviéndonos de un lado al otro,

con chistes absurdos, como viejos conocidos reconociéndose.

Te vi reír una y otra vez, hasta que el frío arremetió celoso.

Entramos y no paraste de hablar, jugaste con las almohadas,

saltando en la cama, para no caer en la tentación del sueño.

¡Qué pequeños fuimos, qué niños!

Luchando contra el cansancio del cuerpo,

intentando mantener las palabras cuerdas.

¿Con qué derecho te quedaste dormida?

Vaya, sí acaso yo tuviera esa caradura, después de que me pediste

con ese gesto dulce,  con el mirar que pensé imposible, que no cerrara los ojos.

Y no, me quedé despierto mirando por la ventana,

mirando la media sonrisa que guardabas.

La pequeña paz de la madrugada se detuvo a darme un beso

y yo seguía con mis dedos en tu cabello.

Terminé de contar la historia aquella, aún en tu ausencia.

La mezclé, la confundí, la deshice y acomodé a gusto,

hasta que despertaste y preguntaste qué hora era.

Faltaba poco para el amanecer.

Yo quería caminar otra vez, y tú también, ¿qué pasó entonces?

La sucesión de caprichos, de discusiones risibles,

tu antojo de permanecer en cama y mis párpados que se morían.

Nos perdimos la salida del sol pero le ganamos a la noche.

Nos reímos de los vivos, celebramos las palabras,

pero ya entonces sólo nos quedaba el regreso.

Comenzó el adiós obligado a la mar,

dando los últimos pasos hasta la estación.

La pelea de gallitos, las trampas, el bus más lento del mundo,

y las horas volando. Otra vez el frenesí, ya pasó de largo.

Las últimas risas, la despedida.

Dijiste que no hubieras ido si no había quien te acompañe,

y estuve yo ahí contigo. Lo tomé como un cumplido,

no te dije que pensaba lo mismo.

Te vi caminar y me hice el desentendido,

me recibió ajetreada la ciudad.

¿Cómo no he de recordar esto que te cuento?

¿Con qué derecho he de olvidar a la chica más dulce del lugar?