martes, 26 de febrero de 2013

Sonido, ¿soy?

No tengo voz. Me di cuenta de que no tengo voz. Que mi voz, el sonido que aparece al abrir mi boca, luego del trabajo interno de las cuerdas y el viento, solo le pertenece a mi cuerpo. Es cosa de mi cuerpo, un resultado intangible de procesos físicos. No está en mi mente. Mi voz no le pertenece a mi mente. No me escucho cuando no hablo. No me sé mi voz, no la reconozco dentro del caos que es mi imaginación.

Se podría decir, por tanto, que no me encuentro, que no me distingo dentro de ese caos y por consiguiente no me consigo en él. Lo que exteriorizo, dirán, entonces no es mío. Y es cierto. Sin saber si para bien o para mal, y sin establecerlo como una verdad inamovible, admito que no soy, que no estoy, que no creo (en el sentido de aportar cosas nuevas, originales.)

Me permitiré decir "soy" en tanto una mezcla relativa, plural, indefinida, ilimitada, de situaciones y objetos, me conforman como individuo. Entonces, soy resultado. Soy reacción de acciones múltiples pertenecientes a un proceso histórico continuo. Un proceso, una dialéctica, que desde el momento mismo en que empieza a formarme, yo paso a formarla también. Un feedback constante, un hacer y deshacer multilateral: todos hacen, yo hago, la historia continúa, me afecta, nos afecta, hacemos de nuevo, continuamos.

En esa sopa espesa que ninguna receta aún explica, me doy cuenta de que no tengo voz. Que mi cabeza, si quiere hablar, si quiere decirme algo, lo hace con una voz irreconocible, desde un punto ciego dentro del cerebro. Y si en caso soy consciente de lo que se va a decir, pues he presenciado la cadena de ideas, se me da la opción de otorgar al discurso la voz que más me guste o se relacione con el tono del mismo.

¿Cuenta el hecho de tener voz solo acá "afuera", en la mal llamada realidad? ¿Quién tiene su voz "dentro"? ¿Es un logro tenerla? ¿Se la requiere para un propósito preciso o es indiferente su existencia para cualquier acción del pensar?

Mientras escribo esto, hablo. Quiero decirlo. Quiero sentir que es cierto que lo digo, lo pienso. Y es porque lo necesito: ver para creer; escucharme para creerme. Hablo mientras escribo esto para alimentar la fuente de donde vino la idea. Y también, dándome tiempo, ya que poco utilizo el don de la palabra, para escucharme mejor. Para escuchar mi pronunciación, mi tono, mi pausa. Para aprenderme mi voz, para saberla. Lo he hecho antes y la he olvidado. No sé como hablo.

Dije y escribí "escuchar mi pronunciación, mi tono, mi pausa." ¿Tengo acaso pronunciación, tiempo y pausa? Cuando hablo aquí dentro, solo conmigo, para mí, en el monólogo delirante, veinticuatro horas al día, hay pausas, hay tonos, hay silencios, ritmo, pero soy consciente de que no son míos. Los varío según a quienes he escuchado, de quienes he aprendido a hablar. Y eso se lo aprende aún leyendo. Pero, al exteriorizar el pensamiento, ordenarle al cuerpo "habla, di, pronuncia", ¿se vuelve mío ese tono, pausa, tiempo, esos silencios, que uso aquí dentro?

Tiendo a verme y vernos como réplicas. O rompecabezas, más bien. Cada pieza vino de otro, del quebranto de una de sus piezas. O quizá una pieza mía es la unión de retazos de mil personas distintas. Con eso digo también que hay personajes grandes y pequeños. Y con esto último defino otro punto: somos (soy, al menos. "Soy".) personajes.

Personajes que deben establecer verdades comunes, convenientes o no tanto, para sobre ellas trazar sus objetivos, vidas, discursos. Y esos discursos, ¿qué voz los proclama? ¿propias o voces-rompecabeza? Voces de tantos que terminan siendo de nadie y las tomo porque no tengo más.

Más allá de todo este escrito, lo único que me dejo en claro es que no tengo voz. Que por ahora estoy imposibilitado para recordar, guardar, mi voz.

domingo, 24 de febrero de 2013

Madrugada utópica

Se reía solo, mirando las luces brillantes de los letreros de las tiendas en cada casa.
"Zona regenerada", pensó y se tiró a correr, sin notarlo siquiera porque ya estaba por salir.
Había que correr, lo sabía. Le palpitaba el corazón malditamente rápido, furioso, eufórico.
Ebrio y contento vio el faro. Lo vio doble. El piso se movía.
Dos veces tropezó, dos veces se cayó.
Pero no terminaba ahí, no. Se levantó dos veces, respiró profundo después de erguirse cada vez.
Caminando lento, saboreando cada paso y el paisaje.
El profundo cielo negro al horizonte.
El puente radiante, luces veloces sobre él; unida está la nación.
"Río, mansa bestia, cargo a tu gemelo dentro."
Tras el faro y la luz que giraba como adorno evocador, se bajó el cierre y meó.
Cerró los ojos y lo supo, lo sintió: Guayaquil se ahogaba en amarillo tibio.
No había otra opción: Guayaquil se moría tapado en alcohol, jugo de vejiga fermentado.
Y lo cubría todo. Movía la cadera de un lado al otro.
Un río, un mar. Lo cubría todo.
Horas parecieron pasar. De pronto se cortó, cesó la presión.
Uno, dos... cinco gotas más, sacudida y a guardar. Fin de la alucinación.
"Aquí estoy pero ya me voy."
La mirada no podía creer lo que iba dejando atrás. No en el suelo, no el charco, el inmenso parpadeo de las luces, la oscuridad en medio, el viento.
Con los brazos abiertos, abrazo al viento, celebrando la victoria, el cumplimiento de un sueño.
"Aún meado, como te amo. Ciudad belleza, ciudad de mierda."
Con alivio en el cuerpo, se olvidó de todo. Camino de regreso, escalón por escalón.
Cien, doscientos... no son nada.