martes, 30 de abril de 2013

Los días inútiles


Ernesto aún no entiende qué es lo que se hace cuando no hay nada que hacer. En verdad, muy poco había pensado en eso. Su sólida rutina nunca le dio tiempo de imaginar qué podrían estar haciendo los desocupados en las horas donde el trabajo se le volvía hastiante. Viendo por la ventana de su oficina pensaba a veces en lo que haría sino estuviera allí; otras veces, la mayoría de ellas, ni siquiera pensaba en un "afuera".

Tres días iban ya desde el despido. Se levantaba temprano, víctima de la costumbre. Sabiendo que no había necesidad de salir de casa caminaba más lento, solo un poco más lento, lo suficiente como para notar los segundos perdidos. Segundos que en una mañana normal de trabajo le habrían significado atraso.

Ernesto se esforzaba por hacer cada cosa de manera más suave. Había notado ya que el tiempo es antojadizo y su única solución era abarcar cada minuto con un movimiento consciente. Levantaba el brazo y percibía la tardanza voluntaria, mínima, de este en llegar hasta la taza del café. Levantaba la taza sin mirarla, dirigiendo la atención a la ventana, pasando por cada objeto del medio. Vio el televisor, el sofá, el marco negro del vidrio, los árboles fuera.

Saboreó el café, lo mantuvo en la boca y dejó que el líquido se deslice hacia la garganta. Contó los pasos entre la cocina y su cuarto, se sentó al borde de la cama, se levantó y caminó de vuelta a la sala. El reloj grande en la pared le anunciaba lo obvio: la mañana sigue intacta.

Desde la repisa del callejón todos los libros que jamás leyó lo miraban inquietos. Ernesto se percató de esta atención el segundo día sin trabajo. Había sacado un par, los más nuevos. Ahora, esos dos pequeños morían de aburrimiento tirados sobre la mesita de centro.

En la computadora sonaban los Black Keys, un regalo de un buen amigo. Sin escuchar realmente, la verdadera intención de Ernesto era llenar el vacío del ambiente. La compañía de su voz frente al espejo había dejado de bastar. Por otro lado, salir no le resultaba una opción.

A las diez en punto de la mañana, habiendo vigilado el reloj para levantarse de la silla exactamente cuando la manecilla larga tocara el doce, se dispuso a cocinar él mismo cualquier cosa con tal de no tener que pisar la calle. Fideos, atún y mayonesa cumplieron la función de almuerzo en una boca sin ánimos para masticar y un estómago hambriento sin deseos de llenarse.

La verdadera sorpresa para Ernesto no era lo absurdo del desperdicio de sus nuevos días sino la curiosidad que esta vida pausada, inútil, le significaba. No hacer nada más que lo que se hace para vivir. "Esto es y ya" se dijo cuando terminó de secar el último plato y lo puso en su lugar.

Una de la tarde.

Las dos.

Algo parecido a la pereza le recorría el cuerpo con patas pequeñas, haciéndole cosquillas e invitándolo a echarse en cualquier lugar. Con la laptop sobre las rodillas y tirado en la cama, Ernesto revisó un par de páginas porno. Entró al video de una rubia delgada, rusa tal vez, de senos pequeños y ojos azules. Dejó el volumen alto y la pantalla completa, como nunca pudo hacer en el trabajo. Comenzó con una mamada y luego vino el cambio de posiciones: arriba ella, arriba él, de perrito... Ernesto no dejaba de repetirse como aún el sexo puede volverse monótono en las horas muertas. Se masturbó despacio, sin mucha atención a nada y cerró el computador para echar una siesta.

El sonido del ventilador y la luz del sol, opaca a través de la ventana sucia, lo recibieron de vuelta a la realidad. Cinco y media de la tarde. Miró el techo y suspiró tranquilo. Nada de esto le atosigaba tanto como el trabajo, sin embargo le resultaba imposible librarse de ese halo de silencio. Detrás de sus pensamientos, un miedo se materializó en pregunta: ¿a esto le tengo que llamar libertad?

A las ocho comió un sánduche de jamón y huevo mas una cerveza. Encendió el televisor, miró el noticiero, el resumen de goles de partidos internacionales. Entre el final de las noticias y el comienzo de una película se quedó dormido. Saltó a causa de un sueño y abrió los ojos. Levantando la cabeza encontró, tras del televisor, al reloj mirándolo fijamente. Era ya medianoche.

Se paró del sofá y dio un par de pasos esquivando la mesa del televisor. Cara a cara con el reloj le susurro "quisiera romperte a golpes". Pero no podía, era solo un deseo irrealizable. No podía, simplemente no se imaginaba su día sin doce números y el giro de las manecillas.

Sin cansancio alguno por las continuas siestas, Ernesto se quedó en la sala mirando por la ventana. Había abierto el cuaderno y jugaba con la pluma. Pero no tenía nada que escribir, aquellos días no le dejaban nada qué decir.