domingo, 12 de mayo de 2013

Los días inútiles II

Ernesto sabe que sin lenguaje no hay mundo. Que sin el lenguaje no hay pensamiento, obra, ser. Sin eso no estaría él en la mesa de su comedor, sentado frente a un cuaderno cerrado y una pluma con la tapa puesta esperando que las palabras se ordenen y alcancen para explicar la pequeña gran euforia que encierra. Son las tres de la mañana.
 
El cuaderno sigue cerrado pero la cabeza está a mil por hora. Se levanta del asiento, piensa en todo lo que puede pero en nada pone especial énfasis. La euforia viene de todo y por el encierro. La felicidad del abandonado, ¿puede eso existir? Ya son las cuatro de la mañana.
 
No sabe con qué palabras se puede comenzar a escribir aún sabiendo que cualquiera de ellas basta. Sabiendo también que muchos de los comienzos inolvidables de muchos libros favoritos no naciieron perfectos, que no podrían serlo, que él los complementa. Que se borra mucho, lo conoce. Que todo puede ser mejor si así se lo intenta y hasta donde alcance uno.
 
Pero no puede escribir ahora. Piensa también que es el insomnio y corre al baño: are you talking to me? you talking to me? Se repite, se ríe y se piensa un poco loco. Se encanta en este momento. Y supone que es el insomnio. Qué importa. Pero no hay letras, es un lenguaje que desconoce el que le maneja el cerebro y le hace querer saber todo, pensar que puede, que todo está dentro y basta recordarlo.
 
Lee, relee y nada entiende. Se levanta, camina. Ernesto mira el reloj y también esta noche quiere golpearlo hasta que uno de los dos muera. El tiempo es estoico por excelencia, no como él, no como cualquier otro. Ernesto perdería. A pesar de la ansiedad no se enfrenta a las manecillas. No, las mira otra vez y por esta noche les susurra: "somos iguales tú y yo".
 
Cuatro y media. Toma la pluma otra vez, juega con ella mientras camina despacio por todo el departamento. Las luces están apagadas. Ya van dos semanas desde el despido y han cortado la luz. No tiene teléfono. Las noches son silenciosas si cierra bien las ventanas. Las madrugadas son cada vez más perfectas. No sabe si durante el día hay claridad, podría ser que sí, se suele decir. ¿Por qué habría de dejar de salir el sol a causa de la indiferencia de un anónimo?
 
Recuerda sus caminatas al borde del río. Los libros que leyó sentado frente a la corriente de las aguas. Y recuerda también cómo a partir de las cinco y media de la tarde la luz comienza a cambiar. El sol se oculta por el lado opuesto a su mirada pero el juego de sombras provocado por esta parte de la ciudad y la isla del frente es estupendo.
 
A la izquierda el puente se ilumina de a poco a medida que las nubes tapan al sol. Entonces los autos encienden sus faroles y a lo lejos son pequeños puntos radiantes que se mueven rápidamente y se pierden sin ir a ningún lado preciso. Solo importan, en lo que respecta a Ernesto, justamente por su fugacidad.
 
Sobre el agua circulan los lechuguines; las luces se menean; un par de botes con motor fuera de borda inundan de ruido minutos lentos; tardes de nada. Ya no hay luz suficiente para leer, solo la suficiente para recobrar la vida fuera del absurdo que hay detrás de él, de Ernesto.
 
Y la otra isla, en el marco derecho de su mirada. Oscura, increíblemente oscura. Una silueta dibujada por destellos lejanos. No hay estrellas en la noche que ahora rememora. El contraste le resulta bello y se cuestiona "¿qué es belleza?" y por hoy, por la noche que evoca ahora mientras camina perdido en su departamento, se dice: "esto es bello".
 
Ahora son las cinco y media de la madrugada de un martes que no es cualquiera, porque cualquiera serían todos los otros que ya vivió y ni siquiera puede recordar. Hoy no, porque el insomnio lo mantiene en un día interminable, pero la euforia indescriptible le dice que no, que hoy no es igual.
 
Entonces va por el cuaderno y mira apuntes de otros días, ininteligibles. Se reconoce y a la vez no. Como Withman, piensa, Ernesto contiene multitudes. Puede ser, puede ser.
 
Los árboles que cubren la vista panorámica de la ventana van cambiando de tonalidad. Es el sol que comienza a tomar posición. Ataca el viento a las hojas otra vez. No se puede escribir cuando hay tanto por decirse a uno mismo; pensar lo indescriptible de uno mismo. Se necesita obsesión por el tema. De escritor Ernesto no tiene nada y, cree, es lo único que puede hacer, intentar otro día, con suerte distinta.
 
Entonces sonríe una última ocasión porque así lo merece el minuto que el reloj le canta monotonamente con el tic tac de la aguja que marca los segundos. Se deja caer en el sofá y se acaba Ernesto, el Ernesto de ayer, el que sobrevivió días consigo mismo, enloqueciéndose. Duerme ya, cuando dan las seis. El cuaderno queda tirado en el suelo, abierto en páginas blancas.
 
Ernesto sabe que sin lenguaje no hay mundo, ni letras, ni libros. Y sabe que eso que hace, que vive, que deja de hacer, es lenguaje. Lo que no sabe es hacerlo pasar por la sutileza y encanto de la pluma y la prosa. Aún así, ya duerme; sonríe durmiendo.