Yo me acurrucaba en su cama, pegado a la pared, abrazado a una almohada. Ahí estaba la sombra, en esa esquina del cuarto, la esquina más segura. Me quedaba a un palmo de la nariz la luz que entraba por la ventana. En ese haz bailaban las motas del inevitable polvo de la calle y las sordas voces que traía el viento.
En la calle se escuchaba música. Son, guaracha, salsa. Música que va con el sol. En esos tiempos la calle y la vida eran un eterno domingo. La gente paseaba en parejas, hablando o besándose, con la correa del perro en la mano y el animal que dejaba minas en la tierra. En la tienda de la esquina estaban los peloteros, que ya sin jugar o apenas con un partido encima comenzaban a hacer girar las cervezas. Las viejas en las ventanas veían a los hijos corriendo en la tierra y los autos insultaban con los pitos para que les abran paso.
Eso que pasaba afuera yo lo conozco más que bien. Eso me crió. Todavía puedo cerrar los ojos y ver todo sucediendo al mismo tiempo, el día anocheciendo lento. La voz de Ibrahim Ferrer se colaba por la ventana del cuarto chiquito, en un segundo piso de una casa del centro. El cuarto de Lula, mi negra. La morena que solo bailaba suave para disimular que no bailaba. "El movimiento de cadera basta", yo le decía, y ella se soltaba el cabello y daba vueltas meneándose al ritmo de Mandinga. El soundtrack de una vida.
Después del amor viene el hambre. La comida y el placer son los dos vicios más aconsejables. Yo me quedaba acurrucado en su cama y ella se iba a la cocina para hacer el café de la tarde. Salía con su bata de algodón pegadita al cuerpo, sin ropa interior. La recuerdo tarareando alguna canción de Compay Segundo, moviendo ollas, caminando del baño a la sala, de la sala al cuarto, del espejo a la cama y de allí directo a mis labios.
El random del mp4 me convida a veces estos tragos de recuerdos dulces en tardes tan parecidas a aquellas otras. Entonces me veo peladito, saliendo del colegio con los amigos. Seguíamos al grupo de las chicas, tremendas coquetas que nos miraban de reojo. Lula era una de ellas, un año menor a mí, un curso menos. Era la enamorada de un amigo. Amigo, porque así yo lo sentía a pesar de la falta de lealtad. Yo era caradura, sentía que la calentura me excusaba. Y la culpa dividida entre dos es hasta graciosa.
Lula lo quería a él, eso nadie se lo niega. Ella al principio ni me veía. Pero pasa que, por cosas de la vida, llegamos a ser vecinos. La conversación de pasillo, el casual "¿cómo estás?", la sonrisa; esos detalles cotidianos que nos colan en los espíritus sin disciplina amorosa. Lula lo quería a él, pero a mí me veía más.
La mamá de Lula, soltera desde siempre, se iba al trabajo temprano y le dejaba bien clarito lo que tenía que hacer: "de la casa al colegio, del colegio a la casa". La obediencia de Lula me hizo más casero a mí. Ella dejaba a las amigas y yo buscaba cualquier excusa para dejar a los míos un rato después. Cogía un camino distinto y siempre me quedaba en la esquina de la casa esperando a ver si mi amigo se aparecía o no. Él a veces iba a verla y a veces no. Quién sabe si él la quería. Me gustaba pensar que no.
Yo estaba encantado. Entraba a casa, dejaba la maleta, me bañaba con jabón. Cuando escuchaba música en la casa de Lula sabía que era mi hora de ir. Despacito le tocaba la puerta y ella abría. Me recibía con esa sonrisa grandota que dejaba ver un rastro de la encía superior. Apenas entraba yo la halaba por la cintura y le llenaba de besos la cara. Nunca le pregunté por qué me recibía si no me quería, pero la explicación ya la sé. Las ganas, el calor, la música, la calentura, los años, ese "yo que sé", ese "hay que probar" y "qué sería sí"...
Retozábamos atrapados por el bochorno de la tarde, la intensa humedad que nos hizo enemigos del páramo desde nacimiento. Yo jugaba a sintonizar la radio con sus pezones y ella se quitaba la curiosidad malsana con mi pene alegre, fiel amigo. La práctica del amor sinvergüenza eliminó mil preguntas pero me dejó una que me respondería años después un doctor: "usted es estéril". Claro, de viejo duele, pero también puedo verlo como una cordial coincidencia; una desgracia con suerte que nos evitó el llanto y los pañales.
A veces, de sorpresa, llegaba mi amigo a media tarde y la llamaba. Enseguida Lula se soltaba de mis garras y se echaba agua en el cuerpo, se vestía rápido y bajaba. Conversaban en la vereda, a vista de los vecinos para que no haya malos entendidos. Yo me quedaba acurrucado en el rincón de su cama, esperando que vuelva.
Nunca nos descubrieron, nadie sospechó. Saludábamos en el colegio como vecinos hechos amigos, que es algo menos que el amigo que aparece y ya. Bailábamos a veces, en las fiestas del pueblo, piezas lentas y bonitas. Pero ella no me quería y yo, más que quererla, me encantaba la idea de tenerla. Porque conversábamos mucho, porque me aprendí sus miedos y ella apoyó mis ganas de salirme del pueblo; porque nos ayudamos con los deseos condenados y eliminamos la bruma del domingo eterno a punta de caricias. Al pueblo se lo sobrevive con juegos en el colchón.
No nos queríamos de verdad pero, a lo mejor, ella y su amor prestado, su café de las cinco y su meneo de caderas, su pelo suelto, el rincón de su cama y nuestras mentiras a los demás... A lo mejor, Lula y esas tardes en la cama fueron lo mejor que me pasó.