viernes, 7 de noviembre de 2014

Lula

Yo me acurrucaba en su cama, pegado a la pared, abrazado a una almohada. Ahí estaba la sombra, en esa esquina del cuarto, la esquina más segura. Me quedaba a un palmo de la nariz la luz que entraba por la ventana. En ese haz bailaban las motas del inevitable polvo de la calle y las sordas voces que traía el viento.

En la calle se escuchaba música. Son, guaracha, salsa. Música que va con el sol. En esos tiempos la calle y la vida eran un eterno domingo. La gente paseaba en parejas, hablando o besándose, con la correa del perro en la mano y el animal que dejaba minas en la tierra. En la tienda de la esquina estaban los peloteros, que ya sin jugar o apenas con un partido encima comenzaban a hacer girar las cervezas. Las viejas en las ventanas veían a los hijos corriendo en la tierra y los autos insultaban con los pitos para que les abran paso.

Eso que pasaba afuera yo lo conozco más que bien. Eso me crió. Todavía puedo cerrar los ojos y ver todo sucediendo al mismo tiempo, el día anocheciendo lento. La voz de Ibrahim Ferrer se colaba por la ventana del cuarto chiquito, en un segundo piso de una casa del centro. El cuarto de Lula, mi negra. La morena que solo bailaba suave para disimular que no bailaba. "El movimiento de cadera basta", yo le decía, y ella se soltaba el cabello y daba vueltas meneándose al ritmo de Mandinga. El soundtrack de una vida.

Después del amor viene el hambre. La comida y el placer son los dos vicios más aconsejables. Yo me quedaba acurrucado en su cama y ella se iba a la cocina para hacer el café de la tarde. Salía con su bata de algodón pegadita al cuerpo, sin ropa interior. La recuerdo tarareando alguna canción de Compay Segundo, moviendo ollas, caminando del baño a la sala, de la sala al cuarto, del espejo a la cama y de allí directo a mis labios.

El random del mp4 me convida a veces estos tragos de recuerdos dulces en tardes tan parecidas a aquellas otras. Entonces me veo peladito, saliendo del colegio con los amigos. Seguíamos al grupo de las chicas, tremendas coquetas que nos miraban de reojo. Lula era una de ellas, un año menor a mí, un curso menos. Era la enamorada de un amigo. Amigo, porque así yo lo sentía a pesar de la falta de lealtad. Yo era caradura, sentía que la calentura me excusaba. Y la culpa dividida entre dos es hasta graciosa.

Lula lo quería a él, eso nadie se lo niega. Ella al principio ni me veía. Pero pasa que, por cosas de la vida, llegamos a ser vecinos. La conversación de pasillo, el casual "¿cómo estás?", la sonrisa; esos detalles cotidianos que nos colan en los espíritus sin disciplina amorosa. Lula lo quería a él, pero a mí me veía más.

La mamá de Lula, soltera desde siempre, se iba al trabajo temprano y le dejaba bien clarito lo que tenía que hacer: "de la casa al colegio, del colegio a la casa". La obediencia de Lula me hizo más casero a mí. Ella dejaba a las amigas y yo buscaba cualquier excusa para dejar a los míos un rato después. Cogía un camino distinto y siempre me quedaba en la esquina de la casa esperando a ver si mi amigo se aparecía o no. Él a veces iba a verla y a veces no. Quién sabe si él la quería. Me gustaba pensar que no.

Yo estaba encantado. Entraba a casa, dejaba la maleta, me bañaba con jabón. Cuando escuchaba música en la casa de Lula sabía que era mi hora de ir. Despacito le tocaba la puerta y ella abría. Me recibía con esa sonrisa grandota que dejaba ver un rastro de la encía superior. Apenas entraba yo la halaba por la cintura y le llenaba de besos la cara. Nunca le pregunté por qué me recibía si no me quería, pero la explicación ya la sé. Las ganas, el calor, la música, la calentura, los años, ese "yo que sé", ese "hay que probar" y "qué sería sí"...

Retozábamos atrapados por el bochorno de la tarde, la intensa humedad que nos hizo enemigos del páramo desde nacimiento. Yo jugaba a sintonizar la radio con sus pezones y ella se quitaba la curiosidad malsana con mi pene alegre, fiel amigo. La práctica del amor sinvergüenza eliminó mil preguntas pero me dejó una que me respondería años después un doctor: "usted es estéril". Claro, de viejo duele, pero también puedo verlo como una cordial coincidencia; una desgracia con suerte que nos evitó el llanto y los pañales.

A veces, de sorpresa, llegaba mi amigo a media tarde y la llamaba. Enseguida Lula se soltaba de mis garras y se echaba agua en el cuerpo, se vestía rápido y bajaba. Conversaban en la vereda, a vista de los vecinos para que no haya malos entendidos. Yo me quedaba acurrucado en el rincón de su cama, esperando que vuelva.

Nunca nos descubrieron, nadie sospechó. Saludábamos en el colegio como vecinos hechos amigos, que es algo menos que el amigo que aparece y ya. Bailábamos a veces, en las fiestas del pueblo, piezas lentas y bonitas. Pero ella no me quería y yo, más que quererla, me encantaba la idea de tenerla. Porque conversábamos mucho, porque me aprendí sus miedos y ella apoyó mis ganas de salirme del pueblo; porque nos ayudamos con los deseos condenados y eliminamos la bruma del domingo eterno a punta de caricias. Al pueblo se lo sobrevive con juegos en el colchón.

No nos queríamos de verdad pero, a lo mejor, ella y su amor prestado, su café de las cinco y su meneo de caderas, su pelo suelto, el rincón de su cama y nuestras mentiras a los demás... A lo mejor, Lula y esas tardes en la cama fueron lo mejor que me pasó.

jueves, 10 de julio de 2014

Colonche, paz y fe



 Sobre el altar, el Cristo crucificado, Santa Catalina y el Señor de las Aguas reciben a los visitantes. El ambiente es callado, vacío, acogedor, cargado de un aroma a madera vieja y húmeda. A polvo y años.

La iglesia de Santa Catalina es rústica, sencilla, maciza. Bajo el tramado de pesadas vigas están las filas de largas bancas, la pileta de bautizos tallada en piedra, el ancho confesionario.

 

La construcción de aspecto colonial adorna la plaza central de Colonche. Samanes y ceibos se levantan a su alrededor.

Adentro hay poca luz, apenas unos cuantos rayos de sol pasan por los altos ventanales de las paredes. Pero la mediana oscuridad no impide la impresión del nuevo visitante.

Tres grandes naves hechas con guayacán componen su cuerpo. Solo detalles como focos o ventiladores rompen la sensación de viaje al pasado.



A la derecha de la entrada está la ancha escalera que lleva a la torre. Esa alta punta, recubierta de zinc, y su cruz invaden el cielo de la cabecera parroquial de Colonche.

Desde allí es visible todo el caserío y también el cementerio, ubicado en una loma tras la última hilera de casas. Y desde cada hogar, cada calle, cada loma, la torre y su cruz son parte de la vista.

Porque “la parroquia”, como llaman los pobladores a este sector, se recorre completa en una hora. Porque todo está cerca y cada persona conoce a la de al lado.

Porque se camina tranquilo por la mitad de la avenida Tiburcio Rosales, arteria principal. Y pasan los niños, los viejos, y todos dicen “buen día, buenas tardes, buenas noches”.

Thalia Uvidia, turista quiteña, pisa los escalones del templo y estos crujen al contacto. La fotógrafa busca las alturas para retratar al poblado, pero la puerta superior está cerrada.

Es la primera vez que visita Colonche. Está de vacaciones en Salinas y junto a su familia contrató un tour que los llevará hasta Ayangue, pasando por los atractivos turísticos de cada comuna.

Santiago Santiana (62), guardián del templo desde hace 32 años, se hace cargo de los visitantes como puede dentro de la iglesia, con las pocas historias que sabe.

Don Santiago cuenta que la nave central se derrumbó durante una misa nocturna a causa de la lluvia, hace 37 años. Que participó en la reconstrucción junto a 58 oficiales y maestros.

Pero lo que el guardia no sabe sobre la antigua edificación, sí lo recuerda el también coloncheño Onofre Ascencio (62). Sobre la única avenida está el hogar de este exprofesor de piel quemada y ligeros lentes.

Sentado en un sillón junto a la reja del cerramiento, Don Onofre mira la calle y digiere las horas que no quieren terminar. Allí hace memoria de los relatos de sus padres y los escritos del historiador guayaquileño Rodolfo Pérez Pimentel.



“La iglesia se construyó en 1 700. La viga mayor tiene la fecha tallada”. Alrededor de ese tiempo apareció la imagen más venerada por los agricultores ecuatorianos, el Señor de las Aguas.

Cuenta que en el río Javita, que antes cruzaba por la mitad del pueblo junto al templo, los criollos encontraron la imagen del santo.

“Fue un milagro”, dice don Onofre, y así la desconocida figura se ganó la fe de los moradores.

Desde entonces, los 29 y 30 de mayo son festivos. La parroquia se llena. La intensa paz de la rutina se desvanece y aún los jóvenes, antes aburridos, disfrutan sus calles.

Colonche vivió años mejores y también peores. Épocas de elevado comercio y agricultura, tiempos de sequía y migración. Pero lo que nunca ha de cambiar es el fuerte viento que sopla desde la costa y la mirada de la cruz, vigilante del horizonte.


jueves, 5 de junio de 2014

El remero que canta en el Salado

José Chalén, capitán de navíos y remero en el estero Salado. Fotografía: Noemí Oyola

La única muestra de esfuerzo son las gotas de sudor que bajan por la piel quemada de su rostro y brazos. Fuertes movimientos circulares hacen que los remos se zambullan en el agua del estero Salado de Guayaquil. De allí salen airosos los maderos, mojados y salpicando a los tripulantes del bote que miran hipnotizados los alegres ojos del capitán José Chalén. A sus 57 años canta a voz en cuello:

“Soy pirata y navego en los mares/donde todos respetan mi voz/Soy feliz entre tantos pesares/y no tengo más leyes que Dios/ ¡Viva la mar! ¡Viva la mar!”

La vida de este hombre, bajo, grueso y de canas atrevidas, es una enredada y grande historia ligada al agua, imposible de contar a breves rasgos. Por eso el descolorido velero tatuado en su antebrazo izquierdo. Por eso la cruz que marca norte, este, oeste y sur. Por eso sus 37 años como capitán y más de 40 como marinero.

Chalén navega de 7h00 a 16h00 una lancha para Visolit, empresa que descontamina los ramales del estero desde 2003. Las embarcaciones quedan paradas en el muelle del Malecón del Salado, en medio de los puentes El Velero y 5 de Junio, y allí mismo empieza Chalén su segundo trabajo.

De lunes a domingo, y por USD 2.00 extra, el capitán rema los botes que grupos de amigos, parejas o familias alquilan por USD 3.50 a Ismael Zuloaga, otro salmón de la tradición de los botes de alquiler.

Ismael Zuloaga, administrador de los botes de remo del Malecón del Salado. Foto: Noemí Oyola

“A la luz de la pálida luna/en un barco pirata nací…” continúa cantando el capitán con la misma voz vehemente y acelerada que utiliza para entretejer y mezclar los detalles de su pasado y su presente. Pero la letra de la canción de mar no acierta. La familia de José Chalén viene de Posorja y Playas, pero él nació en Guayaquil, en la Once y Portete, “¡cuando todo eso era pero monte!”.

Ya a los siete años José Chalén aprendía a nadar en el estero Salado. Su padre, cholo fuerte, estibador de la Standard Fruit Company, lo lanzaba desde el puente 5 de Junio y abajo sus tres tíos lo esperaban para reírse de su cara de susto. Eran otros tiempos, días del American Park, de carreras de botes, de arena de playa en el estero y estudiantes cortejando a las colegialas al pie del manglar.

La misma escena de caída libre recordaría Chalén cuando en 2009, para aprobar el curso de Marinero de Bahía en la Capitanía de Puerto de Salinas, el suboficial Barreno, moreno alto y corpulento, instructor de supervivencia en el mar, lo empujó sin piedad desde un buque petrolero hacia el mar sin dejar siquiera que se termine de persignar.

“Chuta, parecía interminable que no llegaba al agua, pues. Y vuelta cuando llegué parecía que nunca iba a salir y yo ¡dale para arriba! Cuando salgo es desesperado, pues, a respirar”.

Actualmente vive en El Recreo y cada mañana toma el bus Panorama 81-3 que lo deja en Padre Solano y José de Antepara. Desde allí coge “la 8” y se baja en el puente que marca el incio del Malecón del Suburbio. El regreso es a pie hasta el centro y de allí, otra vez, la “81-3”.

Es padre de cuatro junto a la misma riobambeña desde hace 30 años. Con los remos, y sobre alguno de los 17 botes hechos de madera o fibra, gana desde USD 13.00 en los días malos hasta USD 70.00 en los mejores. Y aunque no gane mucho, con su ánimo incansable y su conversación afilada se ha convertido en el guía turístico preferido de muchos paseantes del estero.


Niñez truncada, pescador en Galápagos, panificador en la sierra, chofer profesional. Detalles y secretos que se atropellan en la garganta de un personaje que navega y canta mientras el sol se oculta: “¡Viva la mar! ¡Viva la mar!”.

Reinaldo Velasteguí y Ofelia Iturralde aprenden a remar con instrucciones del capitán Chalén. Foto: Noemí Oyola

viernes, 25 de abril de 2014

Brujería y esoterismo forman parte del centro de Guayaquil

"Callejón de los brujos" en el Mercado Central de Guayaquil

Hasta 2.000 y 3.000 dólares de ganancias pueden tener los santeros en fechas específicas como feriados o San Valentín. Sus productos provienen de países asiáticos y suramericanos-

En ambos lados del estrecho pasillo, los equekos y los gatos chinos con su pata alzada y sus ojos enormes, miran a los compradores ir y venir en la agitada rutina del Mercado Central de Guayaquil. Los comerciantes prefieren ser rostros anónimos envueltos en el aroma de inciensos y plantas. Para los que mucho preguntan, hay miradas de desconfianza. Al hablar de su actividad, las voces se convierten en susurros que no sobreviven ante la bulla del burbujeante comercio. Este es el ambiente que se vive en “el callejón de los brujos”.

Allí, las paredes del mercado tienen ojos. Hay quien asegura que famosos de la pantalla chica ecuatoriana acuden a comprar productos para “limpiezas”. Los comentarios traen nombres como Carolina Jaume, David Reinoso, Estrellita Solitaria y Mauricio Ayora. Vienen disfrazados, tras lentes oscuros y gorras, pero esconderse del rumor popular no puede nadie.

Rosa Álvarez, lleva 30 años en el Mercado Central vendiendo elementos para limpiezas y curaciones. Con este negocio, señala, ha logrado pagar los estudios universitarios de sus dos hijos, además de “conseguir todo lo que he querido”. Las coloridas estanterías de su local están llenas de inciensos, esencias aromáticas, rosas, velas, pomadas, y hierbas de todo el Ecuador.

“Lo que más se vende son las esencias aromatizantes para limpiezas y baños, los jabones para despojar de lo negativo. Porque en realidad la brujería, el engaño y la envidia sí existen y con esto se combate”, explica.
Por los productos que ofrece, doña Rosa no ha enfrentado nunca problema. Sin embargo, aclara que dentro del mercado está prohibido realizar cualquier tipo de “trabajo”. Tal vez a eso se deba que el ambiente no trae la sensación de misterio que, en otras circunstancias, la brujería evoca.

En la esquina de Diez de Agosto y Chile, el almacén A. Saman pasaría desapercibido como una tienda más de ropa. Sin embargo, a través de su ventanal en la calle Chile, los artículos esotéricos saltan a la vista y llenan de curiosidad al transeúnte. Perfumes para atraer el amor y el dinero, figuras de divinidades y hasta productos para baldear que atraen energías, se encuentra en esas estanterías.

En la esquina de Diez de Agosto y Chimborazo, al pie de la Catedral de Guayaquil, los pequeños quioscos verdes también cumplen con su parte. Las dueñas comparten la idea de que las energías negativas provocan males en las personas y, por ello, es común encontrar que entre los crucifijos, las imágenes religiosas y los rosarios, también se vendan velas de colores, esencias y la famosa agua de rosas. Solo basta ver en los cajones inferiores, dentro de fundas, detrás de las figuras para darse cuenta. Porque, dicen, “mejor evitar que se enoje el cura”.

Esquina de Chimborazo y Diez de Agosto, frente a la Catedral de Guayaquil.

Estas imágenes se repiten fuera de la iglesia de San José, situada al pie de la avenida Eloy Alfaro, y a pocas cuadras sobre la misma calle, en la iglesia San Alejo. Aunque no quieren dar sus nombres, las vendedoras afirman enérgicamente que ese tipo de ventas “no tiene nada malo” y aclaran que “siempre se debería usar esto para limpiarse de las malas energías”.

Jonás Dante es uno de los santeros del centro de la urbe. Su local, “Secretos Ocultos,” está ubicado en García Aviléz 819 y Sucre. Durante sus 25 años de actividad, Jonás siempre ha utilizado su verdadero nombre y dice no necesitar más publicidad que la que sus clientes le dan.

Mientras el santero añade que su especialidad es la cartomancia y el medio espiritual, la fotografía de una mujer con velo y ojos misteriosos grita “oriente” desde una pared. Al fondo, una cortina entre abierta deja ver un cuarto a media luz y una silla. Un gordo Buda y una rígida Ganesha vigilan celosos esa entrada. Lo que allí pasa está reservado para los que confían.

Interior de la tienda esotérica “Secretos Ocultos” en García Aviléz 819 y Sucre.

Jonás es sólo uno de los muchos santeros del centro de la ciudad. Una rápida búsqueda en internet basta para confirmarlo. Allí abundan anuncios como el de Moisés, “El gran jefe y presidente de los curanderos”, o Axel, “el mejor y más reconocido espiritista de los últimos años”. Junto a su número de contacto, se puede encontrar una larga lista de servicios, desde lectura del tarot, amarres amorosos eternos, hasta oraciones para mejorar la economía y conseguir empleo.


Así, las tiendas esotéricas coexisten en medio de la conservadora y supersticiosa sociedad guayaquileña. Sin importar género o condición social, cientos de guayaquileños limpian sus auras y buscan en los rituales otro camino a la felicidad. Como diría doña Rosa mientras atiende a su clientela, “todo es cosa de fe”.

- Ronny Paredes E. -

Publicada en la revista digital Breik