Los
vecinos han tocado a la puerta varias veces y no han tenido respuesta. Los
amigos pensarán que está de viaje. Los conocidos recuerdan algún saludo, un
gesto especial, una conversación, nada más. La existencia es solo proporcional
a la presencia y la indiferencia ahora es mutua: Ernesto no quiere salir, el
mundo no cruzará la puerta.
Mientras
limpia otra vez la sala, tal como lo hizo por la mañana y el día anterior y el anterior
a ese, intenta no pensar. Durante los momentos de lucidez reconoce lo estúpido
de su encierro. Se terminan ya los alimentos aunque coma poco o casi nada,
aunque no quiera comer. La falta de peso se le vuelve evidente por la ligereza
con que su cuerpo se mueve. Débil, intenta, por ahora, no pensar.
La verdad es que pronto tendrá que volver a la
calles. Regresar a los buses, a los desconocidos y sus saludos, las sonrisas
vacuas. El pasado lo vigila con mirada irónica: “Otro que intenta huir”. El
encierro no tiene rutina pero el tiempo se volvía un dictador exigiéndole
cordura. Escribir, pensó Ernesto, era la última carta que se jugaba para matar al
personaje en que se ha convertido.
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