Hay un tremendo silencio en la sala del
departamento. La soledad ocupó todo espacio porque no hay nadie que le corte el
avance. La sala impoluta, la cocina sin platos sucios, el baño que huele a
jabón… todo está en el lugar que le ha correspondido desde siempre. Ernesto no
está en casa.
El reloj no deja de marcar segundos. El primer
sonido es melancólico mientras que el segundo es altivo, se repiten al infinito.
Ambos extrañan al respetable pero profundamente débil enemigo ausente. Es el
primer día en que no lo ven, pero saben que ha de volver.
Tres de la tarde. Las cuatro. Cinco.
Suena la cerradura de la puerta que da a la calle y
cada objeto del departamento pareciera tener gesto expectante. Un hombre flaco
entra con una maleta en la mano. Cansado, se sienta en el sofá y enciende el
televisor. Detrás de las imágenes, la mesita, y en la pared, Ernesto mira a su
ejecutor. “Ya llegué”.
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