jueves, 6 de junio de 2013

Los días inútiles IV

Hay un tremendo silencio en la sala del departamento. La soledad ocupó todo espacio porque no hay nadie que le corte el avance. La sala impoluta, la cocina sin platos sucios, el baño que huele a jabón… todo está en el lugar que le ha correspondido desde siempre. Ernesto no está en casa.

El reloj no deja de marcar segundos. El primer sonido es melancólico mientras que el segundo es altivo, se repiten al infinito. Ambos extrañan al respetable pero profundamente débil enemigo ausente. Es el primer día en que no lo ven, pero saben que ha de volver.
Tres de la tarde. Las cuatro. Cinco.

Suena la cerradura de la puerta que da a la calle y cada objeto del departamento pareciera tener gesto expectante. Un hombre flaco entra con una maleta en la mano. Cansado, se sienta en el sofá y enciende el televisor. Detrás de las imágenes, la mesita, y en la pared, Ernesto mira a su ejecutor. “Ya llegué”.

Ernesto cierra los ojos y se queda dormido. Había despertado a las cinco y media de la madrugada, tomó café solo, robó un periódico a algún vecino y leyó los clasificados. Su regreso a casa fue triunfal. Uno triunfa si encuentra lo que salió a buscar, sin importar cuánto realmente lo quiere.

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